Pichilemu tenía dos cosas únicas: los rieles terminaban en su estación y las playas en invierno eran todas para uno. Ya no hay trenes y el invierno está lleno de fantasmas. 50 años después de salir de ahí aún no puedo escuchar un tren sin volver a su andén, sentir el olor al carbón y el vapor, escuchar el silbato del conductor e imaginarme las manos diciendo adiós.